Cuando tenía 17 años tuve la suerte de viajar a Estados Unidos y compartir un año con una familia compuesta por un padre una madre y dos hermanos. Siempre he mantenido una buena relación con mi “familia americana” y este año mis dos “hermanos”, el padre bueno y el padre malo, decidieron que sus dos hijos vinieran a pasar un mes con nuestra familia en verano. A uno lo llamo “Padre bueno” porque siempre fue muy atento conmigo. Parecía preocupado con todos los detalles de mi vida americana y siempre era cuidadoso con todo el mundo, hasta el punto de que todos los años por mi cumpleaños me llega una postal de felicitación. Al otro lo llamo “Padre malo” porque por aquel entonces tenía 25 años y formaba parte de una banda de motoristas. Mi “Hermano malo” no se preocupaba tanto por mi, aunque me llevaba a montar en moto, íbamos de camping y sabía que siempre que estaba con él iba a pasar un buen rato. Era realmente divertido. Hay otras razones por las que ahora que he conocido a fondo a sus hijos he decidido llamar a uno y al otro “Padre bueno” y “Padre malo”.
El padre bueno acompañó a su hijo y su sobrina en el avión cuando llegaron a España. Al chico..el hijo del padre Bueno le llamaremos Bryan. A la chica, hija del padre Malo le llamaremos Mary. Yo ya les había conocido cuando tenían 4 años y otra vez cuando tenían 9 años. Ahora tenían 14 años y parecían casi adultos, aunque en realidad el cerebro de un adolescente funciona de una manera mucho más parecida a la de un niño que a la de un adulto. Antes de volver a tomar el avión de regreso nos dejó a los dos chicos a nuestro cargo, no sin antes explicarnos una serie de temores con respecto a la comida y situaciones peligrosas con los chicos.
Lo primero que nos llamó la atención es que Bryan, el hijo del padre bueno, no había aprendido a montar en bici. Tampoco había tenido llaves de casa y no había salido nunca solo. Cerca de su casa hay muchos coches y su padre quería proteger a su hijo de los peligros. Su prima, sin embargo, montaba en bici con alegría. Poco a poco nos dimos cuenta de que las diferencias entre los dos primos eran mucho mayores de lo que parecía.
Mary, la hija del padre malo, tenía una personalidad resplandeciente. Siempre estaba sonriente y dispuesta a ayudar, jugar con los niños y participar en cualquier aventura. Preguntaba cómo se decían las palabras en español, cómo se cocinaba la tortilla de patata y tomaba iniciativa para muchas situaciones de nuestra vida cotidiana.
Enseguida nos dimos cuenta de que su primo Bryan actuaba de una manera totalmente distinta. Mientras que su prima probaba todas las comidas que se servían en la mesa Bryan apenas comía. La lista de alimentos que no probaba era tan larga que me limitaré a decir que sólo comía los siguiente; Hamburguesas, fajitas, perritos calientes, patatas fritas, pizza, arroz y pasta. Nada de fruta, verdura, huevos, pescado o marisco. La pizza, el arroz o la pasta no podían llevar tomate frito (algo de lo que nos dimos cuenta una semana después de su llegada). La carne no podía ser “meat to the bone”, es decir no podía ir acompañada de hueso, porque entonces no la comería. Podría comer un filete, pero no una chuleta o costilla. Podría comer una pechuga de pollo, pero no un muslo. Si había hueso Bryan no lo probaría. Su dieta en Estados Unidos incluía además una tarrina de helado a diario. Estas limitaciones con la comida nos han perseguido todo el mes. Aunque intentamos adaptar al menos una comida del día a sus gustos culinarios no ha sido fácil. El día que pusimos de comer lentejas y pollo asado no probó ninguna de las dos cosas. Para cenar decidí darle una alegría y le hice unos espaguetis…con tan mala suerte de que no recordé que no tomaba tomate frito. Otro día hicimos arroz con pechugas de pollo y cuando le preguntamos por qué no probaba las pechugas nos dijo que sólo le gustaban empanadas…Lo mismo nos ocurrió con las salchichas…si eran salchichas de paquete Bryan no tenía problema, pero el día que pusimos salchichas tipo longaniza para cenar tan sólo se comió las patatas fritas. No es que no le gustaran…es que decidió no probarlas simplemente porque no conocía ese formato de salchicha. Está claro que no se guiaba por ese dicho que mi padre me repitió tantas veces y que me ha permitido adaptarme a todos los países donde he vidido “Donde fueres haz lo que vieres”.
Bryan era poco hablador. No es que fuera tímido o introvertido, es que simplemente era poco hablador. Muchas veces ni siquiera respondía en voz alta y se limitaba a asentir o negar con la cabeza, dando por hecho de que su interlocutor (yo, mi mujer o los niños, estábamos atentos a sus gestos). Su manera de interaccionar con los niños era algo torpe y se limitaba a chinchar, dándoles golpecitos en el hombro o quitarles sus juguetes cuando se aburría para iniciar el clásico juego de “No me chinces” o “devuélvemelo”. Los niños parecían disfrutarlo algunas veces, pero Bryan no parecía capaz de parar hasta que la broma se había hecho demasiado pesada. No hablaba mucho con ellos, aunque sí lo hacía con más frecuencia con su prima americana.
Los dos, como adolesdcentes que son, trajeron su teléfono móvil consigo, pero las diferencias en este ámbito también eran notables. Mientras que Mary usaba su teléfono en sus ratos muertos para Bryan no había rato que no tuviera sus ojos clavados en el móvil. Su padre, el padre bueno nos advirtió: “Bryan usa mucho el móvil, nosotros se lo dejamos siempre que quiere; es su manera de poder estar en contacto con sus amigos”. Da igual que estuvieramos entrando en San Sebastián con sus preciosas playas y edificios parisinos o que estuvieramos en una playa con olas que invitan al juego o que organizáramos una noche de película y palomitas en casa. Bryan raramente apartaba sus ojos del teléfono. Respetaba eso sí la norma de no utilizar el teléfono en la hora del desayuno, comida y cena. La batería de su teléfono se agotaba todos los días poco después de comer, aunque no suponía un problema porque siempre llevaba consigo una batería externa que le permitía no sufrir el trance de la desconexión.
Mary intentaba aprender todo lo que podía de español y enseguida preguntaba como se decían las palabras en nuestra lengua. Bryan, sin embargo, no intentó hablar español. No preguntaba como se decía ni una palabra en español, y tampoco se esforzaba en decir el típico “Muchas grasias” que con tanta gracia dicen los americanos en nuestro idioma. Si veíamos una película Bryan siempre pedía verla en inglés, aunque luego se pasaba toda la película mirando el móvil.
A pesar de todo los dos han hecho amigos. Mary ha ido a la feria del pueblo con nuestras vecinas de 15 y 16 años y algunas amigas. Ayer se despidieron con abrazos y alguna lágrima. Bryan aparentemente no había conectado con nadie, pero el último día nos enteramos de que se ha pasado la mitad de las vacaciones jugando en línea al For Nite con un amigo de clase de nuestro hijo de 8 años al que conoció un día en la piscina.
Bryan también ha tenido sus momentos. En un par de ocasiones decidió hacer la cena para toda la familia. Un día preparó hamburguesas y patatas rellenas de carne y otro día fajitas y nachos con queso. Otro día nos enseñó a hacer helados con unas bolsas de plástico, algo que compartí con vosotros a principios de esta semana.
Ayer fue el último día que pasaron con nosotros. Esta vez, el padre malo vino desde EEUU para acompañarlos en su avión de regreso. Su primera pregunta cuando lo recogí en el Aeropuerto me dejó boquiabierto. Con su ironía y forma de ser directa me preguntó: ”Alvaro! ¿Cómo habéis conseguido aguantar a Bryan un mes entero?”. Aparentemente ellos le invitaron una quincena el año pasado y al cabo de una semana decidieron que ya habían tenido suficiente. Su sinceridad me prudujo un alivio inmediato y rápidamente nos pusimos a charlar de todas esas cosas que a mi me habían agobiado durante el último mes.
El padre malo y yo aprovechamos el viaje del aeropuerto a casa para hablar largo y tendido sobre cómo estos dos chicos eran tan distintos. Me contó que desde que eran bien pequeños su forma de educar había sido muy distinta. Él y su mujer hicieron un trato por el cual cuidarían y darían a su hija mucho amor, pero cuando se cayera dejarían que se levantara por sí misma. La dieron libertad y la intentaron explicar las cosas como son. Respecto a la comida también lo tuvieron claro desde el principio; no harían comida especial para niños, sino que Mary tendría que adaptarse al menú familiar. Los padres de Bryan sin embargo tomaron otras decisiones. En las comidas familiares, por ejemplo, siempre llevaban sandwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada por si Bryan no fuera capaz de probar cosas nuevas. Hicieron todo lo posible desde que comenzó a sostenerse sobre sus pies para que no corriera ningún peligro ni estuviera triste en ningún momento.
Ninguno de los dos padres educaba a sus hijos con gritos o castigos, aunque el padre malo era claramente más duro con su hija en algunos aspectos: “No se puede usar el teléfono hasta que no hayas hecho tus deberes y hayas recogido tu habitación”. Limitaron el tiempo de televisión y le dieron mucho que leer y muchos lápices para dibujar en su tiempo libre. El “padre bueno” dejaba a Bryan ir corriendo a jugar con su consola o con el móvil nada más terminar de comer, mientras que “el padre malo” hacía que Mary ayudara a recoger la mesa y limpiar los cacharros antes de irse de la cocina. A pesar de la fama del padre malo de ser “malo”, me comentaba que nunca había gritado a su hija pero que sí había visto a su hermano, el padre bueno, perder los nervios en más de una ocasión a pesar de todos sus esfuerzos por evitar conflictos con su hijo. No era algo que le extrañara al “Padre malo”; “Todos tenemos un límite..y si no lo pones…lo acabarás encontrando”.
La verdad es que posiblemente el ejemplo de estos dos hermanos y de estos dos primos es algo extremo. Tengo que decir que ayer en el aeropuerto nos dio pena despedirnos tanto de Mary como de Bryan, aunque también he de confesar que todos sentimos cierto alivio de dejar atrás todas las manías y travas que Bryan traía consigo. Creo que los dos chicos han aprendido de vivir en otra cultura y otra familia. Mary se empapó de todo lo que pudo en estas 4 semanas y Bryan ha comenzado a comer carne con hueso…un día probó unas costillas y otro día comió pollo asado y en más de una ocasión fue solo desde casa al supermercado para comprar una tarrina de helado y galletas de chocolate (es lo que tiene el hambre).
Para nosotros tener a Bryan en casa nos ha servido de mucho. Siempre he sido defensor de que para educar bien a los hijos hay que ser un poco malo. Conocer de primera mano la historia del padre bueno y el padre malo nos ha servido para reafirmarnos en la idea de que queremos que nuestros hijos tengan la mente abierta, sepan enfrentarse a las dificultades y valerse por sí mismos. Y también que una tarea muy importante como padres seguirá siendo no solucionarles las cosas, dejar que se ocupen de sus tareas por ellos mismos y seguir poniendo límites que creemos que son importantes para ellos, aunque no les gusten. En realidad no creo que sea cuestión de ser más o menos malo, símplemente de poner un poco de sentido común a la educación de nuestros hijos, aunque a veces los niños, sobre todo cuando son pequeños se enfaden con nosotros. A partir de ahora cada vez que escuche aquello de “Eres malo papá!!”, estaré un poco más convencido de que algo estoy haciendo bien.
Por: Álvaro Bilbao. Autor de “El cerebro del niño explicado a los padres“
Gracias por contarnos esta vivencia. La verdad es que aporta un montón y me siento aliviada de ser la “madre mala” que lucha por una crianza respetuosa pero que entiende que hay que poner límites y autoridad en la educación. un abrazo!